La onda expansiva de su arrebatador argumentario, un disco irrepetible que lograría consagrarlo en lo más alto.
Elliott Smith irrumpió para quedarse. Como ocurre con la gran mayoría de talentos torturados, atrapados entre la angustia y el desorden emocional, expedía una combinación de esperanza y amargura en sus composiciones. Una cualidad agridulce avivada por el contraste que marcaban sus giros melódicos, concretados en insospechadas implosiones. Y aunque soslayar la mitificación súbita que se derivó de su muerte sería un absurdo, lo cierto es que sus canciones – a diferencia de muchas de las que generaban hondos suspiros durante aquel año – siguen gozando del aura de los grandes clásicos del pop. Es lo que tiene filtrar de forma tan sublime y genuina los espectros de los Beatles, Big Star, Nick Drake o incluso Lou Barlow.